Jorge Zarco Rodríguez

ARTURO

Relato

 Arturo

Lamento haberte conocido ― Pasos pesados por una estación de tranvía. Son el resultado de toda una mañana buscando cartuchos de tinta a bajo precio para tu impresora. Desde que aquel chico más joven y más delgado que tú, manipulase tu software de tal forma que el programa de seguridad de la imprenta digital que solo admitía cartuchos, marca de la casa, de determinado color y sello se anulase por completo; vives poco menos que en un pequeño paraíso de oportunistas. Y a cambio puedes conseguir tinta a bajo precio o directamente de saldo, sin un enojoso sistema de seguridad que salte cada dos por tres como un antivirus. Dos unidades tiradas de precio; color negro. La situación te resulta tan seductora que recuerdas un chiste muy bestia; tan animal, que recibirías amenazas de muerte por correo a lo largo de toda una semana.

Te ríes al recordarlo, y a su vez no evitas acordarte de tu querida Blanca. Aquella puertorriqueña que te provocó el orgasmo de tu vida. Si le contases el chiste en cuestión, te cruzaría la cara o peor; te soltaría una maldición santera y tu autosugestión haría el resto. Pero siempre la recordarás con ternura, porque ninguna otra mujer fue más tierna que ella con tu persona. Vuelves a pensar en su piel y evocas su precioso color café, echándola de menos y a veces hasta llegaste a sollozar al encontrarte solo en tu casa en medio de la noche. Hubiese sido la compañera perfecta. Pero sólo fue el contacto pasajero de un voluntariado en aquel añorado verano. Ella siempre quiso ser profesora para dar clases en su pueblo natal, para llevar el amor a la cultura a los niños sin educación. Y perdisteis el contacto para siempre. Lloraste mucho su perdida, y eso que tú nunca fuiste de lágrima fácil. Cosas de la vida. Pero Blanca era especial, como el programa de impresora que te instaló tu colega.

Miras con cuidado a tu derecha, pues los tranvías llegan a traición y no debes olvidar que caminas sobre raíles. El sol brilla sin violencia y no hace calor. Hay una leve brisa que agradece tu persona y cerca de allí, queda a tiro de piedra el centro escolar donde un colega tiene a sus hijos estudiando. Pasas las vías y en medio de los raíles han levantado un pequeño parquecillo con una improvisada cancha de tenis y dos mesillas para ping pong con red incorporada. Hay unos cuatro arces plantados para dar sombra a los ocupantes de los bancos instalados, para quien necesite reposo. Donde mujeres ecuatorianas suelen acompañar a ancianas solitarias, o quizá de un cada vez más escaso don de la memoria. Pasado el parquecillo hay un paso de cebra y ante la cercanía de un coche, hoy te sientes generoso y le cedes el paso. El conductor te agradece tu cortesía y tras pasar el auto de largo, te dispones a cruzar un asfalto libre de obstáculos.

Un hombre adulto en las puertas de la tercera edad; de abultado pelo canoso y vestido con un frac azul y una ridícula corbata a rallas de colores, pasa veloz por la acera mientras levanta descaradamente su barbilla, como si quisiese perderse velozmente de tu vista. Pero, subestima tu capacidad para los reflejos, y su pose de militar revisando a sus tropas a caballo resulta demasiado evidente. Pues en ese momento es como si fueses un quinqui barrio bajero, y te quedas con su cara en un veloz “deja vu” que acude a tu mente como un trueno:

― ¡¿Arturo?!  ―. El viejo en un signo de debilidad, giró su rostro hacia tu persona autodelatándose; ¿por cuánto tiempo: ¿un segundo, dos segundos?, antes de volver a su pose bufonesca de militar de tercera, tirado a coces del servicio por incompetencia. Negándote una respuesta a pesar de que lo has reconocido. Acelerando casi con pánico su caminata; pero ya es demasiado tarde para él, pues ya le reconociste. Lo llaman esquinazo y no es la primera vez que te lo hacen. De hecho, ya has tomado la costumbre con ciertos individuos de mirarlos fijamente al verlos venir y esperar cómo reaccionan. De ahí que no te lleves con frecuencia decepciones. Pero, de Arturo no esperabas un plantón tan evidente. Quizá pecaste de ingenuo con su persona y por mucho que te empeñaras en blindarte emocionalmente, siempre hay un flanco desprotegido; como un castillo atacado por todos los frentes, que erróneamente confía en la profundidad de su foso para su salvación. Sin cuestionarse la capacidad de fuego del enemigo. Siempre pensaste en Arturo como en un colega de confianza al verlo inseguro, ingenuo, manipulable, perdedor, putero y quebradizo a salto de mata. Se inventó un rollo oportunista, aprovechando una efímera moda antes de que la moda muriese y el tiro le saliese por la culata. Pocas cosas sabías realmente de Arturo. Su familia le había desheredado, vendió su casa, y regaló su portátil a modo de pago por un favor a un falso amigo. Y acabó vendiendo su Mercedes. Durmió en albergues para evitar la peligrosidad de la calle durante las noches y llegó a comer en casas de acogida. 

Fue un gigolo en una época, para mujeres en la tercera edad, y fue en una época un alegre vividor libertino a costa de una serie de señoras tan adineradas como envejecidas. Entre grotescos numeritos teatrales, de cara a excitarse con las abastecidas abuelas, para conseguir desesperadas erecciones. Hasta que la principal de ellas se desplomó muerta por sorpresa. Y sin su fuente de ingresos asegurada, Arturo fue tirado a coces por los familiares de la fallecida anciana, cayendo de nuevo en las garras de la miseria en muy pocos días. Durante aquellos momentos de indigencia y refugios, apenas pudiste hablar con él. Llegaste a pensar que la había palmado, hasta que llegaron rumores a tus oídos de que ejercía de nuevo de sátiro Rasputín para una corte de ocasionales zarinas. Haciéndose de tripas corazón entre sus ancianas y dando rienda suelta de nuevo a beneficios económicos y sexo en la tercera edad. Qué importa a estas alturas. Acaba de demostrarte que quizá no fue tu amigo, salvo por intereses creados. A eso se le llama falsedad. Tú, que te preocupaste por él, cuando los demás le dieron la espalda. Es como la fábula del buen samaritano que salva a un ahogado de morir, y éste le escupe en la cara como gesto de gratitud. Vuelves a casa con la certeza de que nunca más volverás a verle. Y, asumiendo la verdad, tampoco te importa demasiado.

El otro día te llamaron por teléfono. Tú viejo colega, que acababa de darte esquinazo hacía pocos días, acaba de fallecer por Covid – 19. Borras de tu conciencia y tu espíritu aquel amargo último encuentro y le recuerdas frente a ti, tomándose una copa y agradeciendo tu compañía. Es lo bueno que tiene la memoria selectiva. Quedarse con lo bueno. Es lo mínimo que le exiges a los viejos amigos. 

    




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